La campaña mundial de este año insta a desmantelar prejuicios y mitos arraigados, abordando el tema con comunicación y respeto para ofrecer apoyo a quienes lo necesitan
La contracara de la vida, la muerte, es algo que, a pesar de su aspecto inevitable, preferimos ignorar. Algunos casos, como los homicidios o la muerte de alguien quien, por alguna razón sea su buena salud o su edad, resulta inesperado, nos conmociona de manera especial. Mucho más cuando es una persona que realiza ella misma ese pasaje entre la vida y la muerte.
En este contexto, el suicidio es un tema que nos interpela sobremanera, ya que nos pone frente a la evidencia concreta de alguien que decide abordar el dilema existencial de manera literal, dramática y terminal. En sociedades bajo permanente conmoción e incremento de las tasas de suicidio en algunas regiones y en ciertas franjas etarias, es un tema que debe ser abordado de manera profunda, ya que representa la concepción y el lugar que recibe la vida misma. Quizás debamos abordar el tema de la muerte, pero definitivamente de manera directa el de la vida y de todo lo que ella significa.
Es en ese contexto que la Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio (International Association for Suicide Prevention IASP) decidió desde el año 2003 en conjunto con la Organización Mundial de la Salud (OMS) celebrar un día de concientización, el “Día Internacional de la Prevención del Suicidio”, todos los 10 de septiembre.
Como en otras fechas similares de generación de conciencia y alerta, cada año se establece un tema central alrededor del cual se desarrolla la campaña y que busca profundizar en ese aspecto. El de este año es “Cambiar la narrativa” y “empecemos a hablar”.
El tema elegido, sin duda, es central, ya que alrededor de él existe una extensa cantidad de tabúes, mitos y errores conceptuales, pero quizás el más frecuente es el de que “de eso no se habla”. El comenzar a hablar es también primordialmente permitirse y permitir una escucha sobre estos temas que impiden, en ese silencio, que quienes atraviesan esas instancias encuentren apoyo y, desde ya, posibiliten una alerta temprana.
Al mismo tiempo, la posibilidad de que estos datos sean parciales y hasta en alguna manera erróneos es muy importante, en particular en ciertas regiones. Esto proviene de la forma de obtención de los datos estadísticos, en los que, por ejemplo, en países en vía de desarrollo carecen de reporte y procesamiento de datos confiables. Factores como determinar la causa de muerte, en particular la llamada muerte violenta, sugieren que los datos están en alguna medida tergiversados. Un artículo de Saloni Dattani en otro sitio de estadísticas, OurWorldinData, explica claramente ese punto, en particular la redacción de los certificados de muerte, un tema muy importante en medicina legal y forense.
De alguna manera, esta dificultad ante la simple obtención de datos fidedignos ilustra la difícil y tortuosa narrativa respecto al suicidio. Es extraño suponer que en una época en que era imposible hablar del tema públicamente, al inicio en 2003 del día conmemorativo, la OMS y la Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio ya alertaban sobre un total de muertos superior a los 800.000 anuales y la referida cifra de uno cada 40 segundos.
A esto también hay que considerar los intentos frustrados, así como otros muchísimos más, que llevan real y evidente peligro de vida. Las acciones autolesivas y autodestructivas, los suicidios incompletos, frustrados o no logrados, se supone son la base de ese iceberg, con lo cual la perspectiva del problema es imposible de imaginar.
Un ejemplo son los desafíos, retos o “challenges” que nos enteramos frecuentemente por los medios en los cuales la prueba es algo que claramente pone en riesgo la vida.
Los factores de riesgo asociados, como la progresiva desintegración del tejido social de sostén, las familias atomizadas, los trastornos mentales, el incremento en el uso de sustancias sin olvidar el enorme incremento en la automedicación (o medicación dada por profesionales sin control) de psicofármacos, la inestabilidad en la economía personal y/o familiar, todo esto sumado a la “terra ignota” que supone la dificultad para acceder a una real (nominalmente existen cientos) asistencia en salud mental.
Esto da por resultado el estado actual, esa dificultad en abordar una real y honesta narrativa, en la cual “sí se hable” con conocimiento y respeto. Se habla del tema, pero no se entiende la gravedad, el riesgo real, como si este no fuera posible en temas de “salud mental”.
Quizás aterra a tal punto que la negación es la única posibilidad. El solo hecho de la estigmatización del tema, inclusive de su especialidad, la psiquiatría, ilustra el porqué del interés de la misiva de este año y es “cambiar la narrativa”. Una narrativa en la que no se desconozca algo que existe, que invita a plantearse que “sí hay que hablar”, ya que no hacerlo, no acercarse, no escuchar al adolescente, al joven o al anciano (franjas etarias particularmente azotadas por este flagelo), reconociendo sus sensaciones en lugar de negarlas, proponiéndoles respuestas prearmadas en nuestra propia angustia, no es el camino. También hay que hablar porque el suicidio se puede prevenir, al menos empezar a disminuir las cifras y aplanar esta curva creciente.
Varias asociaciones, entre ellas la OMS, emiten consignas o reglas de uso para la comunicación en temas de suicidología, entendiendo que la falta de información sobre ciertos factores como el de imitación (copycat), o el tomar frases que muestran al suicidio como algo ligado al coraje, la valentía o hasta el honor, son peligrosos.
El peligro del desconocimiento lleva a una narrativa perversa. En este sentido, abordar los mitos alrededor del tema como ciertas creencias: “el que avisa no lo hace”, “busca llamar la atención”, “no dejó carta”, etc., o suponer que no abarca a todas las clases sociales y sociedades, que “tiene de todo”, no implica una protección inefable.
Estos mitos nos alejan de la real posibilidad de abordar el problema en la magnitud que ha adquirido. Trabajar sobre el estigma social y la falta de conciencia sobre el tema son obstáculos mayores para la búsqueda de ayuda. Abordar como una realidad cada vez más asfixiante la violencia, tanto la dirigida hacia afuera como contra sí mismo de múltiples maneras, es imperativo que sea tomado como lo que es: un tema central e imposible de ignorar para la sociedad.
En los últimos tiempos, otro tema que es necesario trabajar desde todas las líneas de estudio es el de las diferentes formas de suicidio asistido y los cambios en las legislaciones. Algunos países están ofreciendo verdaderas “promociones” que invitan a enfermos mentales, y muy generalmente adoptadas por pacientes con cuadros depresivos, cuando anteriormente la opción de la eutanasia era para casos extremos.
Una nota en el mes de abril último, bajo el título de “Tengo 28 (años) y tengo programada mi muerte para mayo”, de una joven que tenía planificado su suicidio asistido para el mes siguiente, muestra de manera directa este fenómeno.
Esta modalidad, la muerte o suicidio asistido que existe en algunos países, es aquella en la cual una persona tiene, bajo ciertas condiciones, la posibilidad de decidir voluntariamente terminar con su vida, sin que ello sea un delito y en consecuencia hay todo un dispositivo médico y legal para tal fin. Inevitablemente, esto genera desde hace años un cuestionamiento en lo legal, médico, ético, en la concepción de la enfermedad, el sufrimiento, en realidad sobre la vida y la muerte, algo que siempre preferimos ignorar por el temor que nos causa. En definitiva, es el planteo sobre la existencia y el sentido de la misma.
Hasta ahora, de esto no se habla, al menos seriamente y acorde a la magnitud de la realidad. Y es momento de hablar.
* El doctor Enrique De Rosa Alabaster se especializa en temas de salud mental. Es médico psiquiatra, neurólogo, sexólogo y médico legista